|  ¿Quién lidera América Latina? es la pregunta que 
        intenta responder en su último número la revista The Economist. 
        Las fotos de Lula y de Chávez en la tapa adelantan el argumento 
        central: Brasil estaría perdiendo el liderazgo regional. Chávez 
        sería, por el contrario, el principal vocero de América 
        Latina. Lula -continúa la argumentación-, estaría 
        ayudando a su competidor regional a alcanzar una plataforma global al 
        apoyar la elección de Venezuela como miembro del Consejo de Seguridad. 
        Con la idea de contenerlo le habría facilitado el acceso al Mercosur 
        y Chávez le responde humillándolo en Bolivia. De los apoyos que su país reciba para ser eventualmente electo 
        en Naciones Unidas, parecería exagerado extraer la conclusión 
        de que Chávez lidera hoy América Latina o tan siquiera América 
        del Sur. O que pudiera hacerlo sólo Lula. La cuestión del 
        liderazgo regional es más compleja y amerita un enfoque que trascienda 
        un episodio de la diplomacia internacional, que es significativo pero 
        que es sólo parte de un cuadro más amplio. Responder la pregunta de quién lo ejerce, supone precisar qué 
        significa liderar una región. Requiere distinguir tres conceptos: 
        liderazgo -visión estratégica e iniciativas aceptables para 
        otros países-; protagonismo -presencia, pero no sólo mediática- 
        y relevancia -potencial para incidir en la evolución de cuestiones 
        significativas de la vida de una región, aunque no necesariamente 
        se traduzca en liderazgo o en protagonismo-. Pero supone también tener claro el alcance geográfico de 
        la región involucrada. Al respecto, parece conveniente distinguir 
        el espacio sudamericano del latinoamericano, que abarca además 
        a México, Centroamérica y los países del Caribe. 
        Sudamérica es cada vez más -como lo fue en el pasado- un 
        subsistema internacional diferenciado, con lógicas y dinámicas 
        propias, determinadas por una historia compartida y una geografía 
        en la que las distancias -físicas, pero sobre todo políticas 
        y económicas- se han acortado. El factor energía -entre 
        otros-ha acentuado la mutua dependencia entre los países de este 
        espacio regional, contribuyendo a su diferenciación. Que la región sudamericana vive momentos de profundos cambios 
        es un hecho. Ello es positivo, dadas las transformaciones que se están 
        operando en el sistema internacional, tanto en el plano de la seguridad 
        como en el de la competencia económica global. Es un mundo de arenas 
        movedizas, en el que la lógica de la violencia reviste modalidades 
        inéditas difíciles de captar con paradigmas del pasado. 
        Y la competencia por los mercados mundiales se está modificando 
        por la proliferación de nuevos protagonistas -sean ellos grandes 
        economías emergentes o complejas redes transnacionales de producción, 
        comercio y financiamiento-. En un mundo que cambia sería ilusorio 
        que la región no viva también sus propias transformaciones. 
        Ya ocurrió varias veces en el pasado. En tal contexto, la agenda sudamericana aparece dominada por cuestiones 
        de gobernabilidad interna -como lo ilustran, por ejemplo, los casos de 
        Colombia y de Bolivia- y de expectativas insatisfechas de sociedades movilizadas, 
        entre otros factores, por los efectos de la globalización de la 
        producción y de la información.  Administrar la adaptación a las nuevas realidades mundiales con 
        sus consiguientes impactos internos es, entonces, un gran desafío 
        que viven hoy los países sudamericanos, como en general, los de 
        otras regiones. Cómo traducir una vecindad geográfica con creciente interdependencia, 
        en un espacio en el que predomine la lógica de la integración 
        frente a la del conflicto y, eventualmente, la violencia, parecería 
        ser una cuestión que requiere de un efectivo liderazgo regional. 
        La construcción de un barrio regional de calidad, favorable a la 
        paz, al desarrollo y a la cohesión social, es lo que importa a 
        la gente y, en particular, a quienes adoptan decisiones de inversión 
        productiva, que es lo que genera empleo y contribuye a enfrentar los dilemas 
        que plantea la globalización. El liderazgo consistiría, en tal perspectiva, en contribuir con 
        visión estratégica e iniciativas razonables a concretar 
        un espacio regional en el que quepan las diversidades, gracias al predominio 
        de la idea de un trabajo conjunto. El liderazgo, entonces, se manifestará 
        en la capacidad de un país -aún los más pequeños 
        pueden ser relevantes- de contribuir a la articulación de intereses 
        nacionales divergentes. Y de facilitar así el control de focos 
        potenciales de dificultades, como las que resultarían si en un 
        país no se logran pautas estables de gobernabilidad democrática. 
       Siendo así, es una tarea de varios países. No de uno sólo. 
        Por su dimensión relativa Brasil tiene mayor responsabilidad. Pero 
        para ello quien finalmente sea su presidente, tendrá que acordar 
        iniciativas al menos con otros países relevantes como son, por 
        su peso propio, Argentina y Chile, e incluso hoy Venezuela, por su vocación 
        de protagonismo. |