| Reglas e instituciones en el comercio internacional Un denso tejido de instituciones y reglas contribuye a que el comercio 
        mundial sea previsible. Algunas son multilaterales y globales, como las 
        desarrolladas en los sesenta años del sistema GATT-OMC. Otras son 
        regionales, como es el caso de las del Mercosur y de la Unión Europea, 
        o resultan de la creciente red de acuerdos preferenciales bilaterales.  Constituyen bienes públicos internacionales que facilitan los 
        intercambios comerciales, el desarrollo de cadenas transnacionales de 
        valor y la solución de eventuales diferendos.  Las instituciones y reglas existentes distan de ser perfectas. Incluso 
        en algunos casos no han logrado plasmar plenamente los ambiciosos objetivos 
        de los respectivos momentos fundacionales. Pero ellas existen y su desarrollo 
        ha costado esfuerzos. Cumplen además una función que en 
        el complejo escenario económico actual tiene un valor significativo. 
        Quizás el principal sea el de servir como escudos protectores frente 
        a la recurrente tentación que los países tienen de cerrar 
        los mercados, como ya ocurriera cuando la gran depresión de la 
        pasada década del 30. Obvio que no fue esa la causa única 
        de los desastres que produjo la Segunda Guerra Mundial. Pero sí 
        facilitó que se llegara a ellos.  De allí que, ante el terremoto que está sacudiendo a la 
        economía mundial con sus aún imprevisibles efectos políticos, 
        una prioridad actual sea la de preservar tales instituciones y reglas. 
        Pero para ello se requiere que sean adaptadas a nuevas realidades. Preservar 
        lo existente no excluye entonces la necesidad de revisar y, eventualmente, 
        replantear sus agendas, instrumentos y métodos de trabajo. Cabe 
        tener en cuenta que, en su mayor parte, fueron diseñados en función 
        de un mundo que no existe más. En el caso de la OMC el debate sobre un replanteo ya se está instalando. 
        Las dificultades manifestadas en el desarrollo de la Rueda Doha han tornado 
        evidente su necesidad. Por un lado, son muchos los países miembros 
        y es difícil lograr equilibrios entre los diversos intereses, a 
        veces muy contrapuestos, dadas las asimetrías de dimensiones y 
        grados de desarrollos relativos. Por el otro, no es fácil visualizar 
        los beneficios del deterioro del actual sistema multilateral del comercio 
        mundial, que podría resultar de un eventual inmovilismo.  Una de las claves de la OMC es poner techo al proteccionismo de los 
        mercados y a aquellos instrumentos que distorsionan las condiciones en 
        que se desarrolla el comercio mundial. La consolidación de los 
        aranceles máximos que pueden aplicar los países miembros 
        y los topes a los subsidios a la producción agrícola, son 
        algunos de los ejemplos. Incluso hay quienes se interrogan, con razón, 
        si no hubiera sido conveniente cerrar en julio pasado un acuerdo. Las 
        bases propuestas podían estar lejos de las ambiciones originales 
        y de los necesarios equilibrios pero, de haber sido aprobadas, quizás 
        permitirían domesticar mejor las tendencias proteccionistas o distorsivas 
        que ahora tienden a manifestarse como resultado de la crisis económica 
        mundial.  La reunión del G20, realizada en noviembre pasado en Washington, 
        parece haber abierto una ventana de oportunidad. Pero es temprano aún 
        para saber si ella finalmente será aprovechada para concluir las 
        negociaciones el próximo año.   El que se pueda finalmente concluir con la Rueda Doha no significa, 
        sin embargo, que no subsista la necesidad de seguir negociando condiciones 
        para un sistema más funcional al desarrollo económico de 
        todos los países miembros de la OMC. Pero permitiría concentrar 
        los esfuerzos futuros en la necesaria reformulación de métodos 
        de las negociaciones comerciales multilaterales, a fin de tornarlos más 
        eficaces y más equilibrados en sus resultados, así como 
        más funcionales a las nuevas realidades del comercio mundial. Ello 
        requiere que la conclusión de la Rueda Doha incluya una agenda, 
        a la vez ambiciosa y realista, de replanteos en la OMC.  También en el Mercosur se observa la necesidad de reformas. Es 
        percibido en sectores de sus propios países miembros como carente 
        de eficacia. Se lo considera insuficiente para orientar decisiones de 
        inversión que tengan el objetivo de proyectar al mundo una capacidad 
        de producir bienes y de prestar servicios que sean competitivos. En un 
        contexto global de múltiples oportunidades y opciones para la inserción 
        de cualquier país que tenga estrategias comerciales ofensivas, 
        se lo visualiza como una especie de camisa de fuerza.  Difícil resulta imaginar una opción creíble para 
        el Mercosur actual. Borrón y cuenta nueva no es un camino recomendable, 
        tan pronto se toman en cuenta las múltiples dimensiones de un proceso 
        de integración que trasciende a lo comercial. Renovado puede cumplir 
        una función relevante en la estabilidad política de una 
        región en la que operan fuerzas centrífugas. Como la OMC, 
        el Mercosur también requiere combinar preservación y replanteos. Debe tenerse en cuenta, al respecto, que América del Sur es un 
        mosaico con grandes diversidades. Siempre lo fue. Pero lo que ha cambiado 
        es que ahora es evidente una mayor densidad de la conexión entre 
        los países de la región. Lo que ocurre en uno de ellos es 
        cada vez menos indiferente a los demás. Esta densidad deriva de 
        la proximidad física (colapso de las distancias de todo tipo), 
        del comercio y la integración productiva (más empresas de 
        la región invierten en países de la región), de la 
        complementación energética (unos tienen mucho y otros necesitan 
        mucho), y de las redes de narcotráfico y de distintas modalidades 
        de crimen organizado (cuyos impactos en los procesos políticos 
        pueden imaginarse sin que aún se los conozca bien). También deriva del hecho que los sistemas políticos democráticos 
        son crecientemente sensibles al efecto contagio de lo que ocurre en sus 
        inmediaciones. Se contagian los comportamientos funcionales a la democracia, 
        que implican el predominio de las reglas de juego, de la moderación 
        y del diálogo. Pero también se contagian los que pueden 
        contribuir a derrumbar o a desnaturalizar la democracia. En ellos predominan 
        la radicalización de visiones y actitudes, que provocan intolerancia 
        y violencia. Eventualmente el colapso de la democracia. Cabe tener presente 
        que al contagiarse, la radicalización puede producir efectos en 
        cadena, incluso en demandas de seguridad y de los medios operativos necesarios 
        para atenderlas. De allí que haya sido natural que los Presidentes de los países 
        de América del Sur entendieran necesario reunirse, a fin de pronunciarse 
        sobre los hechos que se han estado produciendo en Bolivia, y que han puesto 
        en riesgo su sistema democrático e incluso su integridad territorial. 
        La no presencia de los Presidentes de Surinam y Guyana, también 
        miembros de la UNASUR, ámbito en el cual se realizó el 15 
        del pasado mes de septiembre la Cumbre de Santiago de Chile, de alguna 
        manera corrobora lo antes señalado. Más allá de compartir 
        un espacio geográfico, son dos países que al estar muy lejanos 
        del resto -física, económica y culturalmente-, no están 
        tan expuestos a un efecto contagio significativo de lo que ocurra en el 
        resto de América del Sur. Para la Cumbre se eligió un lugar cargado de simbolismo, que fue 
        el Palacio de la Moneda. De allí incluso el nombre de la Declaración 
        Final. Es un texto corto, producto de horas de deliberación -esta 
        vez a puertas cerradas, por contraste con lo que ocurriera meses antes 
        en la Cumbre del Grupo Río en Santo Domingo- y en el cual puede 
        percibirse la obra de expertos. En sus varios puntos, tiene el que contiene 
        el mensaje central: "advierten que sus respectivos Gobiernos rechazan 
        enérgicamente y no reconocerán cualquier situación 
        que implique un intento de golpe civil, la ruptura del orden institucional 
        o que comprometa la integridad territorial de la República de Bolivia". 
        Los Presidentes hicieron, además, un llamado al diálogo 
        y crearon una comisión para acompañar una mesa de diálogo. 
        Pero al pronunciarse sobre la situación de Bolivia, los Presidentes 
        han enviado señales claras, en el sentido que están dispuestos 
        a asumir sus responsabilidades en relación a la paz y estabilidad 
        política democrática en la región. Y esto es valioso 
        en un contexto mundial donde la crisis financiera y económica, 
        así como la sensación de "tormenta perfecta", 
        permiten entender que las grandes potencias -incluso los Estados Unidos 
        del Presidente Barak Obama- se concentrarán en aquellos problemas 
        que les son vitales e inmediatos. Los problemas comunes de los países sudamericanos deben ser encarados 
        entonces por ellos mismos. Es buena noticia, ya que es lo que la región 
        siempre ha demandado, especialmente a los Estados Unidos. Pero será 
        difícil que un solo país, por grande o rico que sea, pueda 
        por sí sólo contribuir a resolverlos. Una región 
        multipolar requiere liderazgos colectivos. La experiencia europea de las 
        últimas décadas es rica al respecto. Y son liderazgos colectivos 
        que tendrán ámbitos institucionales y configuraciones de 
        geometría variable, según sean los problemas a enfrentar. 
        Lo demuestra el contraste entre lo que llevó a la Cumbre de Santo 
        Domingo temprano este año y lo que recientemente condujera a La 
        Moneda. En esta perspectiva cabe situar, además, el debate sobre 
        el futuro del Mercosur y sus necesarios replanteos. Un debate recurrente en el Mercosur Es un hecho que el Mercosur arrastra desde hace un tiempo un debate sobre 
        su relevancia y su futuro. Es un debate necesario y que requiere ser profundizado 
        con una amplia participación social. Se necesita al respecto mucha 
        transparencia en las respectivas posiciones y en los planteos que se efectúan. 
        En el mundo actual, los ciudadanos aspiran, con razón, a participar 
        en tiempo real en los asuntos que les son de interés y las tecnologías 
        de información así lo permitirían. El que el Parlamento del Mercosur haya comenzado a funcionar, incluso 
        con una página Web de fácil manejo, abre una ventana de 
        oportunidad para que su legitimidad social se asiente en el papel que 
        pueda desempeñar para canalizar tal debate. No parece conveniente 
        subestimar el protagonismo que la nueva institución, bien aprovechada, 
        podría eventualmente desempeñar en relación al futuro 
        del proceso de integración y a su funcionalidad en un espacio regional 
        con fuertes demandas de gobernabilidad. Para ello, tiene que lograr ser 
        percibido como una caja de resonancia de las opiniones ciudadanas, especialmente 
        en relación a las grandes cuestiones de la agenda conjunta de sus 
        países miembros que, en muchos aspectos, tendrán una dimensión 
        sudamericana. Es conveniente colocar el análisis del desarrollo futuro del Mercosur, 
        en el marco más amplio de los cambios operados en el mundo y en 
        la región. Es mucho lo que ha cambiado en el escenario internacional, 
        desde que se lanzara en 1986 la idea de la alianza estratégica 
        entre Argentina y Brasil, y se firmara en 1991 el Tratado de Asunción. 
        Son cambios que se han acentuado en los últimos meses y que todo 
        indica que continuarán profundizándose. Están por un lado los cambios en el contexto global. El de hoy 
        es un mundo cada vez más multipolar que, por su diversidad, ofrece 
        una amplia gama de opciones a todo país que sepa delinear una estrategia 
        de inserción internacional activa. En tal perspectiva, se suele 
        afirmar que el Mercosur está quedando chico para sus países 
        miembros. Ello es más notorio en el caso del Brasil, donde tal 
        circunstancia se evoca en forma reiterada. Pero también lo es en 
        el de los otros socios, incluyendo por cierto a la Argentina. De allí 
        la creciente demanda para flexibilizar sus compromisos y reglas de juego, 
        a fin de ganar en libertad de maniobra. Es una demanda que tiene dos variantes. 
        Sus alcances y consecuencias potenciales pueden ser muy diferentes. Una 
        se refiere a la flexibilidad dentro del proceso de integración. 
        La otra a la flexibilidad para que cada país miembro pueda desarrollar 
        sus propias relaciones preferenciales con terceros países o bloques 
        económicos. Parece recomendable poner el acento en la primera variante 
        a fin de evitar que finalmente predomine la segunda. Esta última 
        podría afectar seriamente la hipótesis de las relaciones 
        estratégicas entre sus socios. Y, por otro lado, están los cambios antes mencionados en el contexto 
        regional. En los últimos años, el espacio geográfico 
        se ha vuelto más denso, diverso y dinámico. Los factores 
        de convergencia coexisten con fuerzas profundas que impulsan a la fragmentación. 
        La gobernabilidad del espacio regional es entonces hoy una cuestión 
        prioritaria para todos los países sudamericanos.  Es en tal perspectiva, que cabe revalorizar al Mercosur como un núcleo 
        duro de paz y estabilidad política en América del Sur, que 
        se asienta sobre la solidez y calidad de la relación entre Argentina 
        y Brasil. Una creciente insatisfacción La insatisfacción sobre el estado actual del Mercosur es ya evidente. 
        Múltiples pronunciamientos que se observan con distinta intensidad 
        en los últimos tiempos, confirman la impresión de que el 
        proceso de integración ha ido perdiendo su atractivo en sectores 
        relevantes de todos los países miembros. Ello se traduce, además, en comportamientos funcionales a opciones 
        que no parecen contribuir ni a la solución de los problemas existentes, 
        ni a la preservación de su valor estratégico, tanto político 
        como económico. Pueden distinguirse al respecto tres opciones que 
        surgen de pronunciamientos y de comportamientos concretos, incluso gubernamentales. 
        Una primera es la que podría denominarse la del "status-quo". 
        Consiste en mantener cierta inercia en su funcionamiento, sin que se adopten 
        nuevos compromisos que sean efectivos y eficaces, esto es que penetren 
        en la realidad. Ello se combina con una retórica integracionista 
        que está perdiendo credibilidad en sus destinatarios, sean ellos 
        ciudadanos, inversores o terceros países.  Otra opción que se suele plantear es la de un "retroceso 
        explícito" en los objetivos fundacionales y en sus instrumentos. 
        En particular, ella se manifiesta en las propuestas de transformar la 
        unión aduanera en una zona de libre comercio. Suelen tener un carácter 
        muy genérico e impreciso. Pero su concreción en la práctica 
        requeriría renegociar el tratado fundacional, dado los compromisos 
        explícitos allí asumidos en relación al arancel externo 
        común. Para preservar el carácter preferencial del espacio 
        económico común se requeriría, además, negociar 
        entre otros instrumentos, reglas de origen específicas, que son 
        las que en los múltiples acuerdos de libre comercio existentes 
        permiten discriminar frente a terceros países. Todo ello tiene 
        obvios riesgos políticos ya que el éxito de una eventual 
        renegociación de los instrumentos fundacionales no estaría 
        asegurado. Tampoco podría darse por cierta la credibilidad que 
        tal emprendimiento podría tener, una vez plasmada la reforma, teniendo 
        en cuenta la historia de reiterados fracasos en los compromisos de integración 
        asumidos en la región.  La tercera opción es la que podría denominarse como la 
        del "vaciamiento". Consiste en un proceso gradual por el cual 
        los compromisos originales, especialmente los referidos a las preferencias 
        comerciales entre los actuales socios, se fueran diluyendo a través 
        de mecanismos de trabajo paralelos a los previstos en el Mercosur en su 
        versión original. Ello se traduce en la utilización creciente 
        de canales preferenciales bilaterales entre sus países miembros 
        e, incluso, en las negociaciones -eventualmente no preferenciales- con 
        terceros países o bloques. La relativa desvalorización de 
        los aranceles para explicar las corrientes de comercio, permiten entender 
        la tendencia creciente a poner el acento en otros mecanismos que faciliten 
        la conexión entre los mercados y sus sistemas productivos. Y tales 
        mecanismos se los suele plantear con un alcance bilateral, esto es, no 
        como la resultante de una acción colectiva de los socios del Mercosur. ¿Es factible a la vez adaptar y fortalecer el Mercosur? En nuestra opinión, existe un amplio margen para fortalecer el 
        Mercosur adaptándolo a las nuevas realidades internacionales. Es 
        una opción que puede lograrse capitalizando los activos ya acumulados 
        desde los momentos fundacionales. Tanto la experiencia europea como la 
        asiática, indican que construir sobre lo ya adquirido es lo más 
        conveniente para el desarrollo de procesos de integración que aspiran, 
        como objetivo político principal, a la gobernabilidad de espacios 
        geográficos regionales. Un primer frente es el de la articulación política y estratégica 
        entre los países miembros. Es lo que permite visualizar al Mercosur 
        como un bien público funcional a la gobernabilidad del espacio 
        sudamericano. Gobernabilidad entendida en términos de predominio 
        de la lógica de la integración por sobre la de fragmentación, 
        como condición para asegurar la paz y estabilidad política 
        de la región, y el predomino de la democracia y la cohesión 
        social en sus países. Es una opción que requiere complementar 
        la acción del Mercosur con la de la UNASUR. No es necesario, ni 
        conveniente, visualizar ambos ámbitos institucionales como superpuestos 
        o contradictorios en sus objetivos. El segundo frente de acción es el de la preferencia económica. 
        Su solidez tiene impacto directo en los flujos de comercio e inversión 
        entre los socios, permitiendo generar empleo y articular los sistemas 
        productivos. Es la base de la plataforma para competir y negociar en el 
        plano regional y global. Y es la que se supone que debe generar la percepción 
        de ganancias mutuas entre los socios. En ella reside una de las claves 
        de la eficacia del proyecto Mercosur y de su legitimidad social.  De hecho las preferencias económicas del Mercosur, se han deteriorado 
        en su calidad y en sus efectos. La relativa precariedad en los accesos 
        a los respectivos mercados es una de las causas. Se manifiesta en la persistencia 
        de barreras no arancelarias de uso discrecional por todos los socios. 
        Requiere entonces de una urgente re-ingeniería, a fin de lograr 
        que sea percibida como un incentivo creíble a las decisiones de 
        inversión productiva en todos los países socios, cualquiera 
        que sea su dimensión económica. La precariedad actual beneficia 
        en particular al socio de mayor dimensión que es, sin dudas, el 
        Brasil. Y el tercer frente de acción es el de los mecanismos de concertación 
        de voluntades nacionales en torno a una visión común. Es 
        lo que permite definir hojas de ruta creíbles y producir reglas 
        de juego que penetren en la realidad. También en este plano las 
        insuficiencias y deficiencias son notorias. Hasta el presente, nadie cumple 
        la función de facilitar la articulación de intereses nacionales 
        diversos. A la actual Secretaría no le han otorgado suficientes 
        competencias al respecto. Y el que cada socio pueda determinar, invocando 
        su soberanía y eventuales emergencias económicas, qué 
        es lo que puede o no cumplir en relación a las reglas libremente 
        pactadas, es algo que conspira contra la posibilidad de un trabajo conjunto 
        mutuamente beneficioso. Para poner al Mercosur a tono con nuevas realidades, se requieren instrumentos 
        que concilien demandas de flexibilidad con disciplinas colectivas. Significa 
        introducir criterios de geometría variable, múltiples velocidades 
        y aproximaciones diferenciadas según sean las cuestiones a abordar. 
        Todo ello es posible dentro del marco de los instrumentos jurídicos 
        fundacionales del Mercosur. Tanto en la experiencia europea como en la 
        asiática se pueden encontrar múltiples precedentes al respecto. |