| Como muchas veces en la historia, la tensión entre orden y anarquía 
        está presente en el escenario mundial. Difícil es encontrar 
        momentos en el pasado en que ante el colapso de un orden internacional 
        preexistente, el nuevo no haya sido la resultante de una definición 
        por medio del combate, esto es de la guerra.  Transitar como estamos haciéndolo en la actualidad hacia un nuevo 
        orden internacional que resulte más de la razón que de la 
        fuerza, no es entonces tarea fácil. Encararlo implica lograr articular 
        procesos de decisión que permitan generar acuerdos vinculantes 
        entre múltiples protagonistas, al menos aquellos con suficiente 
        masa crítica de poder, que efectivamente penetren en la realidad. En tal perspectiva hay que colocar la reciente experiencia de la Cumbre 
        del Cambio Climático de Copenhague. Sus resultados pueden ser apreciados 
        con onda optimista o pesimista, y en ello analistas y protagonistas están 
        divididos. Pero lo concreto es que no se pudo llegar a un acuerdo que 
        sea vinculante. Para ello se requería el consenso de 193 países 
        miembros de las Naciones Unidas, con enormes diferencias de poder relativo, 
        grados de desarrollo, intereses y visiones del mundo. Lo sorprendente 
        sería que tal acuerdo se hubiera logrado. El foro de la OMC también 
        evidencia la dificultad de articular consensos entre sus 153 miembros 
        a fin de concluir la Rueda Doha. Y ello a pesar que el G20 en su Cumbre 
        de Washington a fines de 2008 había manifestado la firme intención 
        de lograrlo. Encontrar modalidades que permitan lograr acuerdos vinculantes para aportar 
        soluciones colectivas a algunas de las cuestiones más complejas 
        de la agenda internacional es, entonces, uno de los desafíos para 
        la gobernabilidad global. Son aquellas cuestiones que no pueden ser resueltas 
        por la acción de ningún país en forma individual, 
        por grande que éste sea. Ejemplos son la del cambio climático 
        con todas sus implicancias para el futuro de la humanidad, o la de la 
        paz y seguridad internacional, especialmente ante el fenómeno en 
        expansión de modalidades novedosas de miniaturización de 
        hechos bélicos a escala transnacional  un avión en 
        pleno vuelo y del peligro siempre presente de la privatización 
        de medios de destrucción masiva. Encarar tal desafío implica, además de tomar conciencia 
        de su gravedad, una fuerte dosis de imaginación y de energía 
        política colectiva. Entre otros, tres frentes de acción 
        son prioritarios.  Uno es el de la efectividad y eficacia de los mecanismos informales de 
        trabajo colectivo entre naciones relevantes, tales como el mencionado 
        G20. Esto es, que sus decisiones penetren en la realidad y logren resultados 
        concretos. Es más fácil lograrlo en el plano de la coordinación 
        de políticas, especialmente las necesarias para encarar la actual 
        crisis financiera global que aún está lejos de haberse solucionado. 
        Es más difícil, en cambio, cuando se trata de generar nuevas 
        reglas de juego que sean exigibles y tengan validez universal.  De ahí la importancia del segundo frente de acción que 
        es el de la revisión de los métodos de trabajo para la producción 
        normativa en grandes organizaciones internacionales como son la ONU y 
        la OMC.  Y el tercero es el de los progresos que son necesarios para la gobernabilidad 
        de espacios geográficos regionales. Son pilares esenciales de la 
        gobernabilidad global. Conectados entre sí, la pueden potenciar. 
        En tal perspectiva debemos colocar las asignaturas pendientes en la arquitectura 
        institucional del espacio sudamericano, incluyendo el Mercosur. La necesaria 
        articulación del Mercosur que en muchos aspectos incluye 
        a Chile con la Unión Europea, puede ser visualizada como 
        un paso en la buena dirección de conectar espacios de gobernabilidad 
        regional, en cuyo marco incluso podrían absorberse viejos conflictos 
        pendientes entre países de ambas regiones. |